Llegó a la puerta un carro negro, marca mercedes. Lo único que se podía ver, era al chofer y a la enfermera que sacaban a Rafael Jedive del carro. Se le veía en la cara, el aire evidente de su riqueza. Por otra parte, Rafael Jedive se parecía a una gallina y tenía una forma de mirar un poco insolente que daba ganas de cantarle el himno de la Bayamesa en plena cara. Ese día era para festejar los 50 años de la vida profesional de Rafael Jedive, 50 años dedicados al arte. Yo que nunca me pierdo esos espectáculos estaba frente al museo. El cortejo subió majestuosamente hasta la avenida principal. Cuando el suntuoso carro se acercó, los empleados estratégicamente situados empezaron a aplaudir. Los niños lanzaron flores y los adultos agitaron pequeñas banderas cubanas. Una gran tela fue abierta en la entrada que dijo: “Bienvenido Rafael Mendive. Viva la Revolución Cubana.” En medio de los gritos, los aplausos y los gritos de “cojones”, Rafael se levantó de la silla eléctrica muy emocionado. Con una mano hizo saludos calurosos y con la otra se dio golpes en el pecho, sacó un pañuelo rojo para sonarse la nariz. Rafael recordó las palabras de su médico sobre su presión arterial y la necesidad de evitar alteraciones o disgustos pues se sentó en la silla.
El director del museo subió sobre una silla para leer su discurso de bienvenida. Rafael Jedive no sabía de dónde sacó la paciencia para aguantar. Comenzaron los aplausos que los trabajadores habían ensayado ayer. Se calmó. Quería gritar en medio de la locura de la gente. Miraba al director del museo. Llevaba más de dos meses preparándolo y ahora se encontraba ante una injusticia. Tenía ganas de jalarse el pelo, pero recordó sus problemas de salud, pensó que si ya esperó dos horas tal vez podría esperar unas más.
Por fin llegó su hora. Los aplausos, la alegría, los trabajadores y niños que le lanzaron flores. Qué emoción para él. Por fin podría reparar ese agravio descomunal. Cuatro generaciones se batieron muy duro para honrar ese nombre. Después de vivir la mayor parte de su vida artística en el extranjero la hora había llegado. Lo iba a expresar delante de la multitud. Sí, porque fueron 48 años en el extranjero aguantando la misma indiferencia, los mismos papeles, las mismas reclamaciones. Y ahora se encontraba aquí, para recibir su medalla. Medalla de los 50 años dedicados a no se sabe quién. El no pensaba, ni quería pensar. Era mejor así. Se levantó, cogió el micrófono. Llegó su momento: “Queridos compatriotas, amigos, hermanos, es para mí un honor con perdón de ustedes decirles que hasta cuando cojones van a escribir mi apellido de esa forma, deshonrando mi familia, yo me llamo Rafael Jedive… ” Y allí mismo quedó. Murió en su tierra, después de años reclamando a la burocracia su verdadero apellido. Eso yo lo vi con mis propios ojos. Ahora a la entrada del museo aparece la frase completada, de aquel artista que dedicara su última obra performance para el pueblo: “Gracias a quienes confiaron en mí, esta Revolución sí que es grande. Rafael Mendive”