El apartamento

Posted: miércoles, 20 de enero de 2010 by yannier RAMIREZ BOZA in Etiquetas:
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Hay ciertos episodios de tu vida que acaban grabándosete en la memoria. Uno de esos episodios es el que se refiere a mi llegada a Francia. Incluso cuando uno está internado en una residencia para ancianos, con un tubo metido en la nariz y otro en el trasero, y con el cerebro tan trastornado por el Alzheimer, por algún motivo perverso todavía puedo acordarme del primer apartamento. Vivir para creer...


El edificio se llamaba El valle de Plata, no me pregunten por qué; en los tres años que viví allí no vi nada que se pareciera al dinero, ni remotamente a la plata, a no ser que se tenga en cuenta la pintura plateada que bañaba la fachada, en la cual se destacaban enormes tags que eran caldo de cultivo para la imaginación de los jóvenes.
El valle de Plata ya tenía unos cuantos años. Había sido construido una década antes de que yo naciera, en la época de la emigración de los pies negros (pieds noirs). No cabe duda de que el complejo, con aquella fachada, había sido concebido en un principio para alojar a la oleada de franceses que empezaron a llegar al país. Para cuando yo me trasladé allí, en el otoño del 2006, la única ventaja que ofrecía el edificio era su proximidad al centro de la ciudad. Se encontraba a sólo diez minutos.
Mis únicas pertenencias eran una caja de cartón llena de libros, un colchón (sin muelles), una máquina de afeitar, un despertador digital y una pequeña maleta con tres mudas de ropas, de modo que la mudanza, no constituyó una tarea de titán. Poco podía imaginarme lo que me aguardaba en aquel lugar.
Para empezar me encontré con las huellas del anterior inquilino, que se había marchado hacía un mes, había dejado media docena de huevos en el frigo. El baño con su función principal, pero a la inversa y todo lo demás. La limpieza del apartamento fue algo irrepetible. Cuando acabé la cocina, bajé al supermercado de la esquina para comprar y preparar mi primera comida en mi nuevo apartamento. A falta de platos tuve una extraña sensación de déjà vu cuando me serví la comida en el plato del gato del vecino, que estaba afuera.

Sentado en el suelo del salón y con la espalda apoyada contra la pared, sonreí con satisfacción al escuchar la música del vecino (reggae puro) sonando a un volumen lo suficientemente alto como para que aparecieran nuevas grietas en las ruinosas paredes del salón… ¡Que apartamento más alucinante!

— ¿Quién te ha dicho que podías fumar dentro del apartamento, cojones?

La voz sonó tan alta y tan cerca que pensé que había alguien más en la habitación.

— ¡Pero mírate estabas dormido, cojones!

— ¿qué fana estás diciendo? ¡Estaba escuchando la música!

— ¡música ni mierda! ¿Cómo vas a estar escuchando esa mierda con los ojos cerrados?

— ¡No me digas, ahora la música entra por los ojos, mira déjame tranquilo puta de mierda!

Para entonces ya me había dado cuenta de que estaba solo en mi apartamento. Las voces procedían del apartamento vecino. Eran una pareja mixta, como le dicen aquí, el muchacho negro estaba borracho. Aunque la música estaba a un volumen bastante alto, yo podía soportarlo, porque era algo a lo que me había acostumbrado en mi país. Y oír gritar a la gente a pleno pulmón, era normal.

— ¡No vuelvas a llamarme así, te lo tengo advertido!

— ¡Te lo diré mil veces, si no me dejas en paz!

— ¡Apaga la mariguana esa y vete pal carajo de una vez!

— ¡vete tú, puta de mierda, blanca sucia!

Fui hasta la puerta de mi apartamento, la abrí y me asomé al pasillo. Para mi sorpresa, no había ningún vecino a la vista. ¿Cómo era posible que nadie oyera lo que estaba sucediendo en el apartamento?

— ¡Te dije que para la próxima te mataría maricón de mierda!

De pronto se oyó un golpe contra la pared. Luego se oyó otro. Y otro más. Cosas que se rompían, cristales, dejó de sonar la música. Abrí de nuevo la puerta y me dirigí al pasillo. Al cabo de unos segundos un vecino se asomó y me miró.

—Se lo advierto, ni llame a la policía que no van a venir. Y si lo hacen será después de que termine todo.

Apestaba a perfume barato, fritanga y vino de tal manera que pude olerle a dos metros de distancia. Era pelirrojo pero el cabello se le había aclarado hasta quedársele de un desagradable tono zanahoria; lo llevaba peinado al estilo de los viejos homosexuales. Vi que tenía un moratón debajo del ojo izquierdo. Estaba enfrente del representante de la junta del edificio.

— ¿Qué quiere decir?

—Lo que quiero decir es que eso es normal en este edificio. Hágame caso, sé de qué estoy hablando.

Como ven siempre los recuerdos te llegan en los momentos menos esperados. ¿A veces me pregunto cómo es posible que dos personas que se odian a muerte aguanten tanto tiempo bajo el mismo techo? Aquello no le entra a nadie en la cabeza. Era como imaginarme a los compañeros de la residencia haciendo el amor con las enfermeras.

Para el último mes en mi apartamento, me enteré que el presidente de la junta estuvo a punto de incendiar el edificio. Cuando llegué a casa me encontré un par de carros de bomberos estacionados delante del edificio.
Antes de que acabara el mes ya había una pareja de ancianos jubilados viviendo en la vivienda de la pareja mixta y el incendiario estaba preso. Los viejos eran un verdadero encanto, estaban muy unidos y eran absolutamente abstemios. Lo malo era que tenían un perro salchicha llamado Frida que ladraba a todas horas y hacía sus necesidades en la puerta de mi apartamento.

Aunque estoy rodeado de ancianos como yo, siempre me cuido. Siempre duermo con un cuchillo bajo la almohada, no tomo alcohol, ni fumo. Gracias a mi enfermedad no puedo acordarme de todo el mundo, así que no tengo que darle las gracias a nadie que me quiera coger por tonto para hacerme firmar otro contrato de tres años como él de El valle de Plata. Y si no me creen se lo pueden preguntar a los vecinos del edificio.


La tâche

Posted: miércoles, 6 de enero de 2010 by yannier RAMIREZ BOZA in Etiquetas:
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Quizá fue a mediados de enero del presente año cuando levanté la vista y vi por primera vez la mancha en la pared. Acababa de tomar café, levanté la vista y la vi. La mancha era pequeña y redonda, negra sobre el blanco de la pared, situada seis o siete pulgadas más abajo del cartel de la Vida es sueño.

Si aquella mancha era una marca dejada por un clavo, el clavo no pudo ser colocado allí para colgar un cuadro, sino para una escultura, representando a una señora algo gorda. Una falsificación, desde luego. La gente que vivía en esta casa antes que nosotros seguro que escogía obras de arte de segunda mano.
Pero, en lo referente a la mancha, realmente no estoy seguro. A fin de cuentas, no creo que fuera una marca dejada por un clavo; era demasiado grande, demasiado redondeada. Hubiera podido levantarme, pero si me levantaba y la miraba, había diez probabilidades contra una de que no supiera averiguarlo con seguridad; debido a que, cuando piensa una cosa, uno nunca sabe cómo ocurrió.
Pero esa mancha en la pared no es un agujero, ni mucho menos. Puede haber sido causada por una sustancia redonda y negra, como un pequeño pétalo de rosa, resto del pasado verano, ya que mi mujer no es un ama de casa muy esmerada —y, como demostración, basta mirar, por ejemplo, el polvo en la repisa del televisor.
El juguete de viento junto a la ventana golpea muy levemente el vidrio... Quiero pensar tranquilamente, en calma, sin ser interrumpido, sin tenerme que levantarme del sillón: Esa mancha ya la había visto en alguna parte. ¿Sería en un libro de historia ?  Algunas manchas tenían colores rojo y morado, pero esta era más bien morada. ¡Y qué sofocante, mierdero y yo no sé qué, se vuelve el mundo!
No, no, nada está demostrado. Y si ahora me levantara, y comprobara que la marca en la pared fuera realmente la cabeza de un animal, clavada hace doscientos años, que ahora, gracias al desgaste asomó la cabeza por la capa de pintura, y tiene la primera impresión del mundo digitalizado en que vivimos. Debo ponerme de pie y ver por mí mismo qué es realmente esta marca en la pared, ¿un clavo, un pétalo de rosa, una grieta, un animal?
¿Dónde estaba? ¿De qué estaba hablando? ¿El primero de enero? ¿Calderón? ¿teatro? Nada recuerdo. Pienso en mi amigo que tiene razón. Nosotros somos la generación electrónica. La memoria viva del pasado y del presente, la tenemos digitalizada. Digitalizamos las voces, la música, las imágenes. También podemos ver a un hombre que lleva más año muerto, como nuestro José Martí. Por supuesto, podemos hacer hablar a los muertos, ver la miseria, el hambre, las guerras y hasta tener un profesor en la casa y recibir los cursos, mientras te sientas en el sillón y te limpias la nariz…
¡Ah, la mancha en la pared! Era un moco.


Bienvenido compañero

Posted: lunes, 4 de enero de 2010 by yannier RAMIREZ BOZA in Etiquetas:
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Llegó a la puerta un carro negro, marca mercedes. Lo único que se podía ver, era al chofer y a la enfermera que sacaban a Rafael Jedive del carro. Se le veía en la cara, el aire evidente de su riqueza. Por otra parte, Rafael Jedive se parecía a una gallina y tenía una forma de mirar un poco insolente que daba ganas de cantarle el himno de la Bayamesa en plena cara. Ese día era para festejar los 50 años de la vida profesional de Rafael Jedive, 50 años dedicados al arte. Yo que nunca me pierdo esos espectáculos estaba frente al museo. El cortejo subió majestuosamente hasta la avenida principal. Cuando el suntuoso carro se acercó, los empleados estratégicamente situados empezaron a aplaudir. Los niños lanzaron flores y los adultos agitaron pequeñas banderas cubanas. Una gran tela fue abierta en la entrada que dijo: “Bienvenido Rafael Mendive. Viva la Revolución Cubana.” En medio de los gritos, los aplausos y los gritos de “cojones”, Rafael se levantó de la silla eléctrica muy emocionado. Con una mano hizo saludos calurosos y con la otra se dio golpes en el pecho, sacó un pañuelo rojo para sonarse la nariz. Rafael recordó las palabras de su médico sobre su presión arterial y la necesidad de evitar alteraciones o disgustos pues se sentó en la silla.


El director del museo subió sobre una silla para leer su discurso de bienvenida. Rafael Jedive no sabía de dónde sacó la paciencia para aguantar. Comenzaron los aplausos que los trabajadores habían ensayado ayer. Se calmó. Quería gritar en medio de la locura de la gente. Miraba al director del museo. Llevaba más de dos meses preparándolo y ahora se encontraba ante una injusticia. Tenía ganas de jalarse el pelo, pero recordó sus problemas de salud, pensó que si ya esperó dos horas tal vez podría esperar unas más.


Por fin llegó su hora. Los aplausos, la alegría, los trabajadores y niños que le lanzaron flores. Qué emoción para él. Por fin podría reparar ese agravio descomunal. Cuatro generaciones se batieron muy duro para honrar ese nombre. Después de vivir la mayor parte de su vida artística en el extranjero la hora había llegado. Lo iba a expresar delante de la multitud. Sí, porque fueron 48 años en el extranjero aguantando la misma indiferencia, los mismos papeles, las mismas reclamaciones. Y ahora se encontraba aquí, para recibir su medalla. Medalla de los 50 años dedicados a no se sabe quién. El no pensaba, ni quería pensar. Era mejor así. Se levantó, cogió el micrófono. Llegó su momento: “Queridos compatriotas, amigos, hermanos, es para mí un honor con perdón de ustedes decirles que hasta cuando cojones van a escribir mi apellido de esa forma, deshonrando mi familia, yo me llamo Rafael Jedive… ” Y allí mismo quedó. Murió en su tierra, después de años reclamando a la burocracia su verdadero apellido. Eso yo lo vi con mis propios ojos. Ahora a la entrada del museo aparece la frase completada, de aquel artista que dedicara su última obra performance para el pueblo: “Gracias a quienes confiaron en mí, esta Revolución sí que es grande. Rafael Mendive”

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