La fiesta de los bomberos y del fuego

Posted: miércoles, 3 de diciembre de 2008 by yannier RAMIREZ BOZA in Etiquetas:
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Irma es una señora negra de 78 años y una sonrisa de oreja a oreja. Es mi abuela. Le preguntaba algunas veces por qué sonríe siempre y me respondía: -Para que la vida y los santos me sonrían. Desde que tengo uso de razón cuando se acerca esta fecha del 4 de diciembre, ella empieza con su ritual : Este año me cuenta que le fue difícil encontrar las cosas para el altar. Me dice que salió al mercado y regresó decepcionada. Recorrió los mercados de la calle Aguilera, bajó después por Enramadas y, finalmente, en el mercado de Martí compró dos velas, un coco, una hoja de palmera y un tabaco. Entró a la casa, puso todo sobre la mesa y volvió a salir a comprar un hueso de puerco para cocinar un caldo, para Changó. –Es su día- me dice.

La primera vez que la vi con un santo montado yo era muy pequeño, me asusté mucho al verla tirada en el piso y revolcada en sus espasmódicas convulsiones. Había adquirido una voz varonil y cada palabra era expulsada con un poco de espuma por la boca. Algunos de los presentes trabajaban duro para controlarla, no fueron suficientes dos hombres y requirieron la ayuda de otra pareja. Descubrí aquel raro lenguaje acompañado de bocanadas de humo y ese rocío general con colonia barata que venía en un pomito estrecho y alto. Otra vieja tenía un sistema de regadío con las manos y alcanzaba a cada uno de los presentes, hasta uno de mis ojos llegó una gota de aquel horrible perfume que usaban para espantar algo. No pude entonces contener lágrimas involuntarias, tal vez por los efectos del alcohol, quizás por el miedo sentido al ver a mi abuela postrada en el suelo y luchando contra cuatro hombres, su rostro totalmente desfigurado y con voz de macho, yo asistía a todo. Pero aquellas no eran las únicas sesiones de espiritismo o santería, era algo como un deporte en Santiago. A cinco cuadras, cruzando la avenida Martí, justo en la esquina, estaba la Casa de Los Reinerios, bajábamos por una callecita y asistíamos al toque de tambor. Era el mismo cuento, la gente tirada por el piso diciendo barbaridades, casi siempre eran las mujeres las que entraban en trance y los hombres para controlarlas. Humo de tabaco ambientaba la sala, rocío con agua de colonia, voces de machos adquiridas, y luego, cuando se recuperaban, todo quedaba como si no hubiera pasado nada. Vi cosas extrañas en esas sesiones aptas para todas las edades, como por ejemplo, cuando se invocaba la presencia de algún muerto y éste aparecía en el cuerpo de la persona en trance, entonces se establecía un breve diálogo entre el familiar y el muerto presente. Casi siempre era víctima de aquella gotica de ese horrible perfume, no me explicaba el capricho o puntería, porque siempre me adivinaban en un ojo y lloraba de la ardentía.

La casa donde vivía mi abuela era pequeña, la cocina comedor era bastante reducida para su doble función, en la cocina no cabían dos personas paradas al mismo tiempo, lo cual justificaba la presencia del refrigerador fuera de ella, que sumado al espacio ocupado por la mesa, las sillas, el aparador, un bombillo, más el espacio consumido por la jaula de pollos, dejaban muy poco espacio para caminar libremente. La sala era bastante amplia, con sus dos balances, la mesita del televisor y los treintas objetos que decoraban la pared, dejaban un espacio libre, y éste, había sido ocupado por una invasión de santos que vivían con mucha comodidad en un enorme altar, una especie de edificio donde cada uno de ellos tenía su apartamento. Por supuesto Changó era el más importante.
No sé si fue a fuerza de ver todos eso ritos, provocados por mi abuela o mi mala suerte con la colonia, pero hasta el momento el signo de Changó, me arrastra todos los días y de eso le estoy agradecido a esa vieja que ya tiene 78 años y que sigue sonriéndole a sus santos.

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