Ocurrió después de una noche oscura. Alertados ante una tormenta tropical, los animales y algunas personas especialmente sensibles se mostraban ansiosos. La radio anunciaba cada dos minutos el acercamiento de las lluvias. Pero nosotros, digo los del pueblo, estamos acostumbrados a que todo eso sea una patraña más de la naturaleza. Mi abuela abrió el viejo armario y rebuscó entre la ropa. Encontró lo que buscaba y lo lanzó sobre mi cama, ordenó tajante:
-Manuelita ponte este vestido.
-Y ¿para qué me tengo que poner este vestido negro?
-Vamos a un velorio. ¿No pensarías ir con uno rojo?
-Y ¿para qué vamos a un velorio?
-Para velar un muerto ¿para qué más?
A mí no me gustaba para nada el vestido ese, pero si contrariaba a la abuela me daría una tunda y no tenía ganas de que me sonara el culo. La abuela cerró la puerta con llave y se la guardó en el sujetador. El movimiento fue tan fulminante que no dejaba de preguntarme si la abuela habría ido a una escuela para aprender aquello. Llegamos a la casa del muerto. Allí había unas quince personas, todas de negro, casi compitiendo cual pondría la cara más triste del velorio. En el pueblo estamos acostumbrados a las redundancias, a la amplificación. En mi rutina el velorio era una de mis pocas salidas en mis ocho años. La vivienda la conocía pero aquello era nuevo. La verdad que me daba risa.
-¿Qué haces riéndote?-me regañó mi abuela- lo que tienes que hacer es llorar, como todo el mundo.
Pese al calor sofocante y el deseo que tenía de estar afuera, preferí hacerle caso a la abuela que sentir sus manos afiladas en mi fondillo. Así que arrugué la nariz, cerré la frente y comencé a llorar. Y les aseguro que resultó. Me figuré una patada en el trasero y lo mucho que me dolería. Y aquello funcionaba. ¡Vaya si funcionaba! Abrí un poquito los ojos para ver el efecto que producía y me percaté de que pares de ojos, entre ellos los de mi abuela, me miraban fijamente. Hasta dos mujeres se me acercaron para animarme. Y ahí fue cuando me puse a exagerar más todavía. Pero el manotazo en la cara me dejó sin aliento. Me dejó pasmada.
-No te hagas la idiota, que me dejas en ridículo. La abuela se giró para mirar a los presentes. Los curiosos se dieron por satisfechos viéndome reconfortada.
-Quédate quieta y no digas ni pío ¿oíste?
-Pero abuela me aburro.
-Cómprate un burro
-Y tengo hambre.
-Cómete un alambre.
Sinceramente me aburría. Esperé y esperé y aproveché un momento de descuido general, me paré y me fui hacia la cocina. No sabía exactamente lo que buscaba allí hasta que vi una botella en un estante arriba de la pila de agua, la alcancé, estaba casi llena. Acerqué mi nariz al cuello y reconocí un olor a frutas, algo dulce. Me di un trago, quemaba pero después me dejó un gusto azucarado en la boca. Algo desconocido pero conocido a la vez. Volví a darme un traguito más, no me quemó tanto y mis papilas apreciaron el sabor entre mango y caña. Cuando solté la botella me di cuenta de que había tomado una buena parte y empecé a sentir una flojera en las piernas. Oía rezos lejanos y me pareció ver a la abuela, y a otra abuela más pero idéntica. Ambas se metían una llave en el sujetador. El mismo ademán de la abuela, luego eran tres, cuatro, cinco abuelas que repitieron el movimiento tan fulminante que no dejaba de preguntarme si la abuela habría ido a una escuela para aprender aquello.
Estaba en esas cavilaciones cuando sentí una mano afilada en el brazo, era la abuela que me regañaba “Pero ¿que tú haces? Ven acá, qué tú haces con esta botella, acércate, ven acá, abre la boca, sopla… ¡No, no puede ser! ¿Pero qué has hecho? No es posible.
Quería explicarle el sabor a mango y caña pero sentía mi lengua pesada y pastosa y no se movía, abrí la boca y solo eructé. Comencé a llorar, me figuraba sentir sus manos afiladas en el fondillo o su manotazo en la cara. La abuela se santiguó mientras yo sentía mis piernas cada vez más flojas. ¡Ayúdenme con esa niña que se está cayendo ¡ Llegaron las mujeres y oí muy lejos las voces, sentía algo caliente en las mejillas, estaba llorando, sí, estaba llorando mucho. Escuché entonces una voz más, era distinta a las otras y decía algo que yo sabía ya.
-Pobrecita, m’hijita, déjala en paz. No todos los días se le muere a una un ser querido.