0
Odalis cumple quince años. Por ese motivo la familia está de fiesta: comida y música improvisada hasta la noche, exactamente como en los viejos tiempos. Enrique, el padre, electricista obtuvo permiso de su jefe para faltar ese día (motivo de enfermedad). Compró todo lo que pudo para la fiesta de la hija.
Odalis está nerviosa, hasta el momento ha recibido tres regalos: un pañuelito, para secarse el sudor; un ajustador hecho a mano por su mamá y unas fotos, regalo de su padre. La rusa, la madre, está furiosa con las amistades que no se han acordado del cumpleaños de su hija. Pedrito, el hombrecito de la familia, de doce años, ha examinado los regalos, y ha manifestado disgusto por no haber entre ellos cosas de comer. El padre se ocupa en virarle el cuello a dos gallinas, expresamente reservadas para ese día. La madre se ocupa de los pasteles al mismo tiempo que hace el postre; arroz con leche cocido con cáscaras de limón, y polvoreado con canela después de frío. Entretanto, no cesa de murmurar de las amigas (que viven afuera) que no han mandado nada. Enrique se limita a responder:
-¡Paciencia, calma nosotros también tendremos un día mejor!
La mamá sale de la cocina para arreglar la mesa tratando de variar el miserable aspecto de la pequeña sala. Remueven muebles, tanques de agua vacíos, hornos de carbón y aparatos de cocina eléctricos chinos; ponen servilletas de papel para los invitados y sacan a relucir algunos cubiertos de reserva. Ese día tomarán cerveza, traída en un botellón previamente lavado con agua de ceniza. Todos notan con sentimiento la falta de unas flores y globos.
El padre entra sofocado a su cuarto, son las siete y media y todavía no se ha cambiado. Apenas tiene el tiempo necesario para vestirse. ¡Cojones la caja de betún! ¿Rusaaa la caja de betún donde está? Es vano preguntarle. Se resigna a darle cepillo seco a los zapatos. ¡Y él que pensaba disimular una rotura, a un costado, a fuerza de cubrirla de betún! Pero no hay tiempo que perder; los pantalones, verdaderos mártires, veinte años a fuerza de lavados y resisten. La camisa, casi dan las ocho. ¡Qué rabia!, los botones de la camisa no quieren entrar en los ojales. Cojones, rusaaa los botones de la camisa, tú tienes la culpa que los pones tiesos de almidón. Por último Enrique, aunque rabiando, ha conseguido vestirse.
La madre se impacienta por el carro. Tú estás seguro que Miguel viene con el carro, le pregunta a su marido. Minutos después una transformación de carro americano se detiene en la cuadra. Es el carro de Miguel, algo especial. La parte exterior tiene el estilo original, pero adentro había sufrido modificaciones dignas de un carro de lujo: aire acondicionado, teléfono, televisor, GPS, discoteca, bañera, cuadros de pintores, celulares en todas las puertas… en fin, la última tecnología al servicio de la familia, que claro está, tuvo que pagar su cuota por permitir que la niña se tirara las fotos de los quince dentro de aquella máquina del siglo 21.
-Ustedes están locos, no saben nada de lo que está pasando, por poco no vengo.
-Cállate y empieza a tirar las fotos, le grita la madre a Miguel.
Después de comer, piensa la madre, trasladaré a la cocina los muebles de la sala. A lo largo de las paredes distribuiré una docena de sillas. Los dos tanques de agua los pondré en un rincón; se le olvidó a Enrique comprar unos platillos de plástico. La mujer lo mira acusadoramente; Enrique culpa al hijo que es quien lo ha olvidado.
Encima del sofá se ostentan clavados en la pared, algunos retratos fotográficos pequeños. Todos de la familia: es necesario creer en la familia, dice el padre. En otro rincón, sobre una mesita de madera hay un montón de chucherías entre las que se destacan dos grandes floreros sin flores, dos calabazas, unas uvas, dos plátanos y dos caracoles enormes de plástico. En el piso, se notan varias baldosas rotas.
Nadie llega. La calle está vacía. Nadie toca a la puerta. ¡Tu estas seguro de haber repartido las invitaciones! ¡Porque ni Juanita con su tribu ni toda su familia, están por aquí, pa’ que después no se aparezcan a última hora, como quien manda a pedir azúcar en el almacén! ¡Qué se habrán figurado! ¿Creerán que estamos acostumbrados a esperar?
Ponen la música a fondo, el reggeton se escucha a 12 kilómetros a la redonda.
Tres jóvenes se acercan. Podemos pasar, le preguntan a Odalis. Hacen su entrada a la sala, después de discutir cuál entraba primero. Como por encanto, uno levanta la mano con un pretexto cualquiera, tienen sed.
La madre se sienta en el sofá. Enrique se esta durmiendo pacientemente en su silla, con la cabeza apoyada en los brazos; un cigarrillo, apagado y medio consumido, está al caérsele de los dedos. La música continúa sonando.
Es la una, la fiesta se da por terminada. Los quince de Odalis se han festejado espléndidamente, y todos se han divertido, sueña la madre medio despierta. La culpa la tiene este hombre, mira que hacer una fiesta el mismo día de la manifestación en la plaza de la Revolución.
Al otro día la gente comentaba el escándalo que hubo en la casa de Enrique mientras el pueblo gritaba consignas de Viva la Revolución por el Natalicio de José Martí.
Odalis está nerviosa, hasta el momento ha recibido tres regalos: un pañuelito, para secarse el sudor; un ajustador hecho a mano por su mamá y unas fotos, regalo de su padre. La rusa, la madre, está furiosa con las amistades que no se han acordado del cumpleaños de su hija. Pedrito, el hombrecito de la familia, de doce años, ha examinado los regalos, y ha manifestado disgusto por no haber entre ellos cosas de comer. El padre se ocupa en virarle el cuello a dos gallinas, expresamente reservadas para ese día. La madre se ocupa de los pasteles al mismo tiempo que hace el postre; arroz con leche cocido con cáscaras de limón, y polvoreado con canela después de frío. Entretanto, no cesa de murmurar de las amigas (que viven afuera) que no han mandado nada. Enrique se limita a responder:
-¡Paciencia, calma nosotros también tendremos un día mejor!
La mamá sale de la cocina para arreglar la mesa tratando de variar el miserable aspecto de la pequeña sala. Remueven muebles, tanques de agua vacíos, hornos de carbón y aparatos de cocina eléctricos chinos; ponen servilletas de papel para los invitados y sacan a relucir algunos cubiertos de reserva. Ese día tomarán cerveza, traída en un botellón previamente lavado con agua de ceniza. Todos notan con sentimiento la falta de unas flores y globos.
El padre entra sofocado a su cuarto, son las siete y media y todavía no se ha cambiado. Apenas tiene el tiempo necesario para vestirse. ¡Cojones la caja de betún! ¿Rusaaa la caja de betún donde está? Es vano preguntarle. Se resigna a darle cepillo seco a los zapatos. ¡Y él que pensaba disimular una rotura, a un costado, a fuerza de cubrirla de betún! Pero no hay tiempo que perder; los pantalones, verdaderos mártires, veinte años a fuerza de lavados y resisten. La camisa, casi dan las ocho. ¡Qué rabia!, los botones de la camisa no quieren entrar en los ojales. Cojones, rusaaa los botones de la camisa, tú tienes la culpa que los pones tiesos de almidón. Por último Enrique, aunque rabiando, ha conseguido vestirse.
La madre se impacienta por el carro. Tú estás seguro que Miguel viene con el carro, le pregunta a su marido. Minutos después una transformación de carro americano se detiene en la cuadra. Es el carro de Miguel, algo especial. La parte exterior tiene el estilo original, pero adentro había sufrido modificaciones dignas de un carro de lujo: aire acondicionado, teléfono, televisor, GPS, discoteca, bañera, cuadros de pintores, celulares en todas las puertas… en fin, la última tecnología al servicio de la familia, que claro está, tuvo que pagar su cuota por permitir que la niña se tirara las fotos de los quince dentro de aquella máquina del siglo 21.
-Ustedes están locos, no saben nada de lo que está pasando, por poco no vengo.
-Cállate y empieza a tirar las fotos, le grita la madre a Miguel.
Después de comer, piensa la madre, trasladaré a la cocina los muebles de la sala. A lo largo de las paredes distribuiré una docena de sillas. Los dos tanques de agua los pondré en un rincón; se le olvidó a Enrique comprar unos platillos de plástico. La mujer lo mira acusadoramente; Enrique culpa al hijo que es quien lo ha olvidado.
Encima del sofá se ostentan clavados en la pared, algunos retratos fotográficos pequeños. Todos de la familia: es necesario creer en la familia, dice el padre. En otro rincón, sobre una mesita de madera hay un montón de chucherías entre las que se destacan dos grandes floreros sin flores, dos calabazas, unas uvas, dos plátanos y dos caracoles enormes de plástico. En el piso, se notan varias baldosas rotas.
Nadie llega. La calle está vacía. Nadie toca a la puerta. ¡Tu estas seguro de haber repartido las invitaciones! ¡Porque ni Juanita con su tribu ni toda su familia, están por aquí, pa’ que después no se aparezcan a última hora, como quien manda a pedir azúcar en el almacén! ¡Qué se habrán figurado! ¿Creerán que estamos acostumbrados a esperar?
Ponen la música a fondo, el reggeton se escucha a 12 kilómetros a la redonda.
Tres jóvenes se acercan. Podemos pasar, le preguntan a Odalis. Hacen su entrada a la sala, después de discutir cuál entraba primero. Como por encanto, uno levanta la mano con un pretexto cualquiera, tienen sed.
La madre se sienta en el sofá. Enrique se esta durmiendo pacientemente en su silla, con la cabeza apoyada en los brazos; un cigarrillo, apagado y medio consumido, está al caérsele de los dedos. La música continúa sonando.
Es la una, la fiesta se da por terminada. Los quince de Odalis se han festejado espléndidamente, y todos se han divertido, sueña la madre medio despierta. La culpa la tiene este hombre, mira que hacer una fiesta el mismo día de la manifestación en la plaza de la Revolución.
Al otro día la gente comentaba el escándalo que hubo en la casa de Enrique mientras el pueblo gritaba consignas de Viva la Revolución por el Natalicio de José Martí.